Opinión

Desaparecidos y desaparecedores

Está probado que las víctimas de este drama argentino son apreciadas en decenas de miles, pero especular por razones políticas e ideológicas con su número es sin duda banalizar el crimen y el mal.

Por Martín Balza (*)

En los años anteriores al golpe de Estado cívico-militar de 1976, la mayoría de los argentinos pareció aceptar como legítimo el accionar de grupos terroristas: asesinatos, secuestros extorsivos y vandálicos atentados. Invocaban que la violencia de arriba generaba la de abajo.

En los años posteriores al golpe, aceptaron el terrorismo de Estado por razones diametralmente opuestas. Con ello no advertían que aceptando eso como un mal menor, contribuían a un desenlace de atroces consecuencias. Sin duda un mal mayor, pues el Estado se convirtió en criminal y sus mentores de entonces se colocaron en una misma dimensión moral, o peor, que la de las organizaciones armadas irregulares que combatían.

Así lo define René Balestra: “Pero una cosa es una banda de criminales y otra cosa es que el Estado se convierta en criminal. La responsabilidad del Estado es mucho más grave. No puede hacer ciertas cosas que las bandas hacen porque son eso, bandas” (La Nación, “Los intelectuales y el país de hoy”, 2004, Pág. 110). Y fue el Estado el que concibió incalificables crímenes como: asesinatos, torturas, secuestros, privación ilegal de la libertad, robo de bebés y de propiedades, y desapariciones forzadas de personas.

Me detendré sobre esta última figura delictiva, atroz y aberrante, y sobre algunos de los máximos responsables de concebirla, ejecutarla y marginar totalmente el rigor del orden jurídico vigente. Debemos aceptar que la figura del desaparecido origina una desgarradora, permanente e insuperable angustia en sus familiares, que les impide elaborar el duelo y colocar una flor en la tumba de sus seres queridos. Al respecto, monseñor Tomás Ojea Quintana manifestó: “La fe cristiana tampoco entiende el fenómeno de los desaparecidos. Al negárseles la muerte, también se les niega la posibilidad de la vida eterna, la posibilidad del encuentro con Dios” (La Nación, 18 octubre 2003).

En diversos medios, Jorge R. Videla dijo en su momento: “No estoy arrepentido de nada, duermo muy tranquilo todas las noches (…) En la Argentina deben morir todas las personas necesarias para lograr la paz (…) El desaparecido es una incógnita, no está, no tiene identidad, no existe. Los desaparecidos no están ni muertos ni vivos, no son, están desaparecidos”. Entonces pregunto: si no estaban muertos, ¿dónde están?, y si no estaban vivos, seguramente estaban muertos. Entre ellos más de cien soldados del Ejército Argentino.

Ramón Genaro Díaz Bessone le aseguró a la escritora francesa Marie-Monique Robin: “Los desaparecidos no existieron, muchos de ellos viven cómodamente en Europa (…) ¿Cómo quiere usted obtener información si no sacude, si no tortura? (…) A propósito de los desaparecidos, digamos que hubo 7 mil, aunque no lo creo, pero bueno, ¿qué quería que hiciéramos? ¿Usted cree que se puede fusilar a 7 mil personas? Si hubiéramos fusilado, el Papa nos hubiera caído encima. ¿Meterlos en la cárcel? Después de que llegara el gobierno constitucional serían liberados y recomenzarían”. (Escuadrones de la muerte: la escuela francesa, Bs As, Ed. Sudamericana, Pág. 440 y 441).

Roberto E. Viola confirmó el sistemático plan: “No, no se podía fusilar. La sociedad argentina no se hubiera bancado los fusilamientos (…) No había otra manera. ¿Dar a conocer dónde están los restos? En su momento se pensó dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quien mató, dónde, cómo”. (Seoane, M y Muleiro, V, El Dictador, Pág. 215).

En una entrevista a la revista Gente, Albano Harguindeguy expresó: “En mi despacho del ministerio del Interior existía un archivo con todos los datos de las personas cuyos familiares realizaban denuncias. Cuando dejé el cargo, yo quise publicar esos nombres, pero Viola, Massera y Agosti, los tres responsables del gobierno, no me lo permitieron. Y después sé que durante la gestión del general Bignone decidieron destruirlo”.

Sin inmutarse, ante la Junta Interamericana de Defensa, Santiago O. Riveros afirmó: “…la decisión para hacer desaparecer a millares de personas fue adoptada al más alto nivel de las Fuerzas Armadas. Esta guerra fue llevada adelante por la Junta Militar, por generales, almirantes y brigadieres”. Galtieri, Suarez Mason, Menéndez y Bussi, entre otros, expresaron conceptos similares. Olvidaron que “Desde los tiempos más remotos existe la necesidad humana de despedir a nuestros muertos” (Sófocles, 500 a.C.).

En 2010, el entonces arzobispo de Buenos Aires y luego Papa, monseñor Jorge M. Bergoglio, sobre ese delito de lesa humanidad sentenció: “Entonces algunos decían que esas personas no podían seguir viviendo. Los horrores que se cometieron durante el gobierno militar se fueron conociendo a cuentagotas, para mí es una de las lacras más grandes que pesan sobre nuestra Patria. Pero eso no justifica el rencor, con odio no se soluciona. Tampoco tenemos que ser ingenuos: que mucha gente que ha perdido a sus hijos tenga ese tipo de sentimientos es totalmente comprensible, porque perdieron carne de su carne y no tienen adónde ir a llorarlos. Todavía hoy no saben que les pasó, cuántas veces los torturaron, cómo los mataron” (Bergoglio, J. y Skorka, A, Sobre el cielo y la tierra, Ed. Sudamericana, Pág. 183).

Está probado que las víctimas de este drama argentino son apreciadas en decenas de miles, pero especular por razones políticas e ideológicas con su número es sin duda banalizar el crimen y el mal.

(*) Ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica.

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